Paso a Paso. Cap. 4

  • Abre los ojos…

La hermosa voz que me hizo vibrar tantas veces, transformada en súplica y exigencia.

Los abro con extrema dificultad. Estoy tan débil que ni siquiera reparo en que apenas respiro. Sin embargo, mi cuerpo intuye que en cualquier instante puedo dejar de hacerlo.

  • tranquila…

Supongo que es a mí. No le pregunto por qué lo dice, dónde estoy, y menos sí algo me sucede. Tengo todos los sentidos ocupados en la monótona y agotadora tarea de hacer funcionar mis pulmones. Debo escuchar el sonido que hace el aire al entrar por mi nariz. Obsesivamente me aseguro de que cada inspiración dure lo mismo que la anterior. En esos momentos, creo que el trabajo depende absolutamente de mi voluntad, por lo que aun estando agotada, es necesario que mantenga el ritmo. Veintiún años después pienso distinto. Tal vez fue excesiva mi dedicación y esfuerzo. Igual me quedé dormida en muchas oportunidades y seguí respirando sin darme cuenta.

En esos confusos intervalos entre vigilia e inconciencia tuve muchos sueños y pesadillas. Visitaba lugares extraños que rayaban en la locura y en los que mi mente afiebrada quedaba a su merced. No obstante, después de todo no eran tan desquiciados. Los misteriosos parajes por los que vagaba, parecían tener su cuota de cordura y se convertían de improviso en muros, pasillos y personal médico. En algún lugar de esos sueños yo estaba completamente inmóvil y asustada. Un día desperté y vi a mi esposo sentado en un rincón de la habitación, con miedo y silencioso como nunca antes lo había visto. Esperando nervioso… No podía acercarme a consolarlo pues yo estaba dentro de un frasco flotando en formalina, en el escritorio de un doctor. Mi cuerpo no era más que uno de esos órganos internos que se ven cuando faenan animales. Se suponía que mi muerte era inminente, pero las horas pasaban y yo seguía con vida.

Desconozco en qué momento lo incompresible se tornó medianamente razonable. Reconocí sonidos y olores. Escuché voces desconocidas que no se dirigían a mí precisamente. Creo que fue ahí cuando comencé a entender lo que no quería. ¡Era cierto! Pensaban que me estaba muriendo, y es más, me ignoraban como si mi deceso ya fuera un hecho. El personal médico hablaba de sus vacaciones, y yo no podía evitar sentirme desechada y abandonada a mi suerte. Traté de moverme con todas mis fuerzas y descubrí con desesperación que estas ya no existían. Tampoco pude gritar ni hacer latir mi corazón fuerte como para despejar dudas acerca de mi vitalidad. Demasiado frustrada para aceptarlo, parte de mi ser rogó a cualquiera que me escuchara que no me dejara morir, y la otra imploró para que aquel minuto de lucidez sólo fuera otro sueño… plegaria que en cierta medida resultó porque mi claridad volvió a desaparecer…

Mientras paso la toalla se van también los recuerdos. Seco mis dedos con lentitud. Es agradable acariciarme los pies. Pasaron muchos años de arduos ejercicios antes de que mi brazo pudiera alcanzarlos, y creo que merecen un leve toqueteo de mi parte. Mi pecho lleva recostado sobre las piernas varios minutos y cuando trato de incorporarme, descubro que estoy entumecida. Cual anciana, me afirmo con dificultad de las llaves pegadas a la pared y me enderezo rápido otorgándole algo de juventud a mi tullimiento. Pienso por un segundo. Recuerdo que ahora le toca el turno a la crema humectante. Me encanta estar suave pero sólo la uso cuando hace calor, pues en invierno mi cuerpo se enfría antes de absorberla y sólo logro ponerme tiesa entera. Tomo el pote y lo apoyo en mi pierna. Necesito que no se mueva para abrirlo, así que recurro también a mi brazo izquierdo, que sin ser totalmente inservible, hace lo suyo y es capaz de presionar el frasco contra mi abdomen. Una vez fijo, me concentro en desenroscar la tapa, que por cierto tiene dispensador, pero es de esos típicos que no funcionan cuando una quiere. Y siendo justa, yo soy de esas típicas que olvida para qué lado abre y cierra. Luego doy vuelta el frasco y lo presiono. Sale bastante porque todavía no regulo mi fuerza. Con paciencia la froto por mi cuerpo mientras miro por la ventana las rosas que no están. No es su estación. Me parece ver a Silvia (antes ella se encargaba de bañarme) cuando recién las iba a plantar, preguntándome de qué color las quería.

  • rosadas, contesté sin pensarlo.

Me gusta toda la gama, pasando por el rosa pálido y el palo de rosa, pero estas son de un color desvergonzado. De tallo largo. Escandalosamente alegres. Una presunción de la naturaleza.

Vuelve a leer los capítulos anteriores:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *