Paso a paso. Cap 6

 

Miro desconfiada los pantalones que cuelgan ingenuos sobre la silla. – Qué exagerada soy. Sólo debo ponérmelos del mismo modo que hice con mis pantaletas hace un rato. ¡Papaya!

No es tan cierto lo que me digo, pero lo creo y me animo. Antes de arrepentirme, arremango la parte en la que va la pierna derecha, y la pongo con cuidado al lado de mi pie. Levanto la pierna como ya sé, apunto el pie al centro, dejo caer la pierna, estiro el pantalón hasta la rodilla, y ya tengo un lado dentro. Cada día que pasa me resulta más certero ese saltito. Lo disfruto con un respiro. Enrollo la otra pierna de los pantalones y la coloco cerca del otro pie. El resultado de esta parte, que a menudo me hace lagrimear, es un enigma. Tironeo, forcejeo, me demoro mucho o poco, y siempre quisiera que fuera distinto. Entonces, mi querida geminiana me susurra que eso va a ocurrir cuando practique más. Sin otros reclamos que hacer, busco el talco y empolvo mis dedos. Antes de dudar siquiera, enrollo un calcetín con ánimo de ponérmelo. Esta postura decidida surte efecto y en pocos minutos está estirado cubriendo la pierna. Trato de tener la misma actitud resuelta con el otro, pero no tengo éxito. No logro despegar el pie de la toalla. Eso de forcejear y forcejear parece mi sino.

alej6Cansada, saco del bolso lo que voy a usar y lo ubico entre los pies. Paso lista mentalmente…desodorante, cottonito, protector diario, lima… lima… – ¡olvidé limarme las uñas! En fin, será para la próxima.

Además de mis artículos de aseo personal, se han colado recuerdos de antaño. En instantes, el hospital ocupa el primer lugar.

Desde el dormitorio de los hombres, uno de ellos me manda a decir que no me preocupe, que él estuvo cuatro meses sin hablar, y ahora lo hace hasta por los codos. No me preocupo.

Aunque llevo muchos días en el quinto piso de este segundo hospital. Medicina física y rehabilitación. No identifico bien a los muchachos. Sé que son tres, pero no me he fijado en sus rostros. Cuando uno no puede girar bien el cuello, no habla, los ojos están bastante paralizados y alguien más lleva la silla de ruedas en la que vas sentado, es todo un problema. Si bien, muchos te ven y te saludan, tú no sabes quién lo hizo. En todo caso, puedo descartar a uno de los chicos. Él solía estar en mi ángulo de mira cuando me bajaban al gimnasio. Era un joven agradable al que le faltaban ambas piernas. Se veía animoso, así que supongo que su accidente había ocurrido un buen tiempo atrás. Por esas tonteras de la vida, en una ocasión volvían de una fiesta con su acompañante, ebrios. Fatalmente, decidieron apostar a la valentía sobre los rieles de un tren, pero no contemplaron qué podían dormirse. Sólo él sobrevivió. No tenía problemas para hablar ni había tenido, por lo que el mensaje alentador que me llegó, era de parte de uno de los otros dos.

Demoré más de cinco meses en hablar, y como casi todos lo han hecho alguna vez, y otros como yo, en dos o más oportunidades, esbocé mis primeras sílabas antes. Por aquellos tiempos se decían cosas tan negras sobre mí, que no es extraño que la primera palabra que dije, haya sido un – no. No, a mis circunstancias, a los planes que otros tenían para mí. Quizás, fue la forma que encontré de aclararle a la vida, que yo me seguía perteneciendo. Aunque la vida no tardó en responder de forma desalentadora. A pesar de mí, un suplicante e instintivo a-u-a salió de mis labios y estableció mi aplastante dependencia. Si bien, me daban todo lo necesario por otras vías, llevaba tanto tiempo sin probar agua, que ansiaba sentirla en mi boca. La enfermera que me cuidaba se apiadó y me dio unas gotas con una jeringa de plástico.

Pero mi habla no fue lo único que no me angustió en aquella época. Uno de esos eternos días, Alejandro, el kinesiólogo, concluyó que mi cuello ya estaba lo suficientemente fuerte para sostener la cabeza. Hablaba con mi familia respecto al cambio de silla de ruedas necesario. Yo miraba expectante desde abajo. Estaba feliz de que él pensara que yo estaba recuperando mi fuerza ¡Ya no necesitaría esa silla para tetrapléjicos que me afirmaba por completo! Claro, que no pensé en que iba a ser agotador acostumbrarme. Durante semanas estuve pendiente de mantener la cabeza erguida. Temprano en la noche pasaban repartiendo la cena, y aunque a mí me alimentaban cómodamente con jeringas de sopa, por el tubo que habían puesto en mi estómago, debía demostrar y demostrarme que estaba aprendiendo a tragar unas pocas cucharadas. Por supuesto tragaba lo que me dieran, pues mi única preocupación era no desmoronarme delante de los que me observaban. No cerrar los ojos antes de tiempo y lucir bien. Al menos lo intentaba. Quizás para confirmarme a mí misma que Alejandro tenía razón. Que yo estaba indiscutiblemente mejor y sin lugar a dudas, me podía mi propia cabeza.

Creo que quería separarme cuanto antes, de aquella abrumadora realidad que me rodeaba. Era un revoltijo de casos dramáticos o no tanto, que habían ocurrido por azar, destino, malas decisiones, o frustraciones no soportadas. Quizás otras, no me importaba. Por el motivo que fuera, las numerosas vidas truncadas eran absorbidas sin dejar rastro, por aquella poderosa e invisible cotidianeidad.

En especial, sentía compasión por una mujer, de cerca de cuarenta años, a la que acostumbraba ver en el gimnasio. La cuidaban dos auxiliares. Ella no se movía ni hablaba. Casi ninguna de sus facultades parecía estar presente. De tanto en tanto, sus brazos se elevaban por el aire y flotaban sin intención alguna. Sus ojos miraban perdidos y siempre tenía en su boca, una mueca que sonreía mostrando parte de su dentadura. Pasaron los días y nunca la vi mejor.

Mi informante me había dicho que se trataba de una ex enfermera que intentó suicidarse tomando pastillas. No la amaron como ella quería y no pudo soportarlo. Sentía lástima por su debilidad y no encontraba que hubiera fallado en su suicidio. De seguro, ya no quedaba nada de la mujer que alguna vez fue.

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