Quisiera haber salido airosa de mis primeros veintiún días internada en el hospital, pero me conformo con este escape en ambulancia que me lleva de vuelta a casa. Todavía me siento mal. Ruego porque el personal médico no se dé cuenta y decidan regresarme. Por suerte nadie más lo nota. Desde esta cama que han acomodado para mí, distingo parte del soleado patio de la casa de mis papás. Lo único agradable de esta interminable pesadilla en la que no puedo moverme, pero todo lo que miro parece temblar. Pasan los días. Trato de sacar la lengua… está inmóvil. Es obvio entonces…estoy dentro de un sueño… ¿quién no puede mover su lengua?… Sin embargo, todo luce tan real e irreal a la vez, que me duermo y despierto pensando en esa duda razonable.

La familia está más contenta que yo, porque levanto la cabeza. Durante una hora al día, me sientan. Paula, la mayor de las hermanas, estudia psicología y opina que hay que vestirme y cambiarme de ambiente cada vez. Cortan algunas blusas por la espalda para poder ponérmelas, pues mi cuerpo inerte no ayuda. Entre todas apenas pueden levantarme. Se me hace eterna esa hora derrumbada en un sillón del living; me duele la espalda, la columna, todo. Es insoportable, hasta que a alguien se le ocurre que lo sería menos, sí mientras tanto veo la telenovela. Muy acertada idea. Nunca voy a olvidar que “La esclava Isaura”, hizo más llevadero mi primer febrero después del infarto.

Un día, Valentina, mi hermana menor, entra al dormitorio y me pide lo imposible. Lo hace con tanta seguridad, que en el cuarto sólo queda espacio para la certeza. Ella es así. Posee un poco fundamentado positivismo que aún hoy en día no comprendo. Pese a ello, alcanzo a darme cuenta de que no estoy en posición de negarme a sus ilusorias expectativas. Obedezco por si la vida quiere darme una sorpresa.

Coloca un papel bajo mi mano extendida – ¡arrúgalo!… ¡arrúgalo!… ahí queda el papel sin siquiera un roce que evidencie el contacto con mi piel. No recuerdo el día en que dejó de quedar intacto. Tiempo después se propuso que levantara un frasco de plástico vacío, aprovechando los pequeños movimientos que aparecían en mi muñeca. Lo ponía entre mis dedos. En ocasiones, el frasco subía colgando de mi mano durante unos segundos. Pegado por el sudor, más que por un sorpresivo despliegue de fuerza, pero al menos la idea de tener éxito en el futuro aparecía tímidamente.

Dos o tres meses más tarde, aquel escuálido movimiento se convirtió en uno cotidiano. En el hospital me fabricaron un tablero con el abecedario… bueno, un cartón con letras impresas que cumplía la misma función. Yo ya guiaba mejor mi antebrazo y aunque todavía quedaban huellas de gran debilidad, podía guiar la mano con el dedo índice apuntando cada letra.

Un día en casa de mis papás, cerca de cinco meses después de mi infarto cerebral y ya de vuelta del segundo hospital, estaba Valentina y mi marido haciéndome compañía y se les ocurrió la genial idea de hacerme escribir. La iniciativa ya traía consigo algo negativo. Recuerdo que cuando me acababa de dar el infarto y comencé a perder el control de mi cuerpo, me asusté muchísimo, pues mi boca ya no respondía. Intentaba hablar y apenas lograba emitir unos sonidos extraños. Los demás, tan asustados como yo, me tomaron en brazos y me subieron al auto. Mi papá encendía el motor mientras decía – ¡hay Dios mío¡ ¡hay Dios mío! Yo trataba inútilmente de incorporarme. Mariano me tranquilizaba desde el asiento de atrás. Agité mi brazo descoordinadamente y por suerte alguien adivinó que quería escribir. No tenía nada que decir, pero comunicarme era la única forma de quedarme ahí con ellos. No obstante, mi desesperada tentativa no resultó. Me fue imposible sostener el lápiz que habían puesto en mi mano. Con desaliento vi cómo la última chance de comunicarme, se deslizaba hasta perderse entre los asientos. Frustrada y resignada, dejé de luchar. Mi cuerpo quedó recostado en el asiento. Íbamos camino a alguna parte. Sus voces ya no se oían. Me dormí hipnotizada por las verdes copas de los árboles que pasaban una tras otra.

Esta vez, si bien el lápiz desapareció entre mis dedos, fue distinto. Ya no habían nervios ni miedos, sólo algunas personas tercas en la habitación. Mariano cogió nuevamente el lápiz y con ayuda de papel engomado lo adhirió a mis dedos. Valentina abrió el hermoso cuaderno azul con un empastado que se me hacía muy familiar. Tenía impresa la reproducción de una famosa pintura del español Joan Miró. Paula, la mayor de mis hermanas me lo había regalado para aquel momento. El cuaderno de hojas blancas resplandeciente invitaba a inaugurarlo. Además la idea de que esta fuera una situación distinta que me separara del fracaso anterior, era necesaria. Plasmé mis primeras letras. Supongo que para ellos, fueron garabatos, pero satisfecha, yo veía claramente escrito el nombre de mi esposo. Quizás con algunas rayas sobrantes pero ahí estaba. Intenté escribir otras cosas que no quedaron tan claras, así es que hábilmente me quedé con el gusto de mi primer éxito. Estaba a un paso de recuperarme. Ya podía escribir.

Con tantos recuerdos ni siquiera me he dado cuenta que ya terminé de arreglarme el sostén. Lo que sigue no presenta mayor dificultad. La cabeza, un brazo, el otro y de pronto ya está mi blusa puesta. La última parte ha resultado tan fácil que me queda un sobrante de energía. Con algo de ambición tomo una de las zapatillas y la ubico a un costado del pie que muevo mejor. Sé que aún no levanto tanto la pierna como para hacer llegar mi pie al borde, así es que ladeo la zapatilla y la pongo contra la pared. De a poco meto el pie, mientras lo voy girando y enderezando la zapatilla con mi empeine. La rapidez me asegura el triunfo y me quedo con él. Ya he probado con el otro y sé que en cierta medida a veces puedo… después de una hora de intentos frustrados… Uso un aparato plástico que protege mi tobillo y pie de torceduras, pero hace demasiado difícil el intento. Trataría, pero mi lado cuerdo me susurra que este paso es especialmente complejo y debo practicarlo más antes de hacerme la valentona que todo lo puede, pues fallar a estas alturas sólo me deja un sabor a fracaso que ni siquiera el café dulce que me espera, puede quitar.

Llega la hora de reconocer que no puedo valerme por mí misma y necesito ayuda.

  • LISTA

Se abre la puerta y alguien disponible termina de vestirme. No puedo dar pasos yo sola. Deben tomar mi brazo. Con el otro, me apoyo en una baranda que mandaron colocar para mí. Son tres metros hasta la silla de ruedas. Mis pies avanzan torpes y cuido de que al menos no se crucen entre sí.

Ya nuevamente sentada, tengo claro lo que sigue. Voy directo a buscar el secador de pelo… ah! pero antes debo amarrar mis piernas, pues no tengo fuerzas para juntarlas y necesito convertirlas en una superficie segura. Una falda para trasladar el peine, secador y los pinches. Estoy frente a los hoyos del enchufe y los veo confusos, así que hago varios intentos. Sorteado esto, topo con que están muy duros. Arrugo la cara y aprieto los ojos como si mi performance me ayudara a hacer fuerza. Mientras tanto mascullo… – y luego preguntan en qué me demoro tanto… ¡diablos!

Sé que aun cuando acabe el día, no voy a terminar, pero por ahora lo mejor que puede pasarme es no tener un final que escribir.

Mis pensamientos se pierden entre el monótono andar del secador de pelo y el ruido de la enceradora…

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