Hace más de veinte años, sufrí un infarto cerebral no sé si por azar o mala estrella. No sé, ni creo que importe a estas alturas. Pasaron algunos meses antes de lograr huir de un negro diagnóstico de tetraplejia, y finalmente me recuperé… parcialmente. Retomar mi vida costó muchos años, o mejor dicho, empezar una muy difícil. Un día, tuve oportunidad de verme en un espejo y reflexionar acerca de mi nuevo aspecto como un objetivo espectador. El panorama era desalentador. Mi cuerpo más bien desparramado, no se erguía como antes. Ese casi metro sesenta se había reducido a uno treinta, al estar sentada en esta silla de ruedas que sería mi nueva compañera en adelante. La voz que salía de mi garganta era lenta, monótona, y se movía al son de una respiración entrecortada que me hacía modular las palabras penosamente. A esto le acompañaban ojos perdidos que ya no miraban de frente, y muchos otros detalles que no vienen al caso mencionar. Resumiendo… mi apariencia atractiva y confiable había desaparecido, y mentiría si dijera que no me sentía disminuida en todos los aspectos de mi vida al no tener lo que siempre tuve tan gratuitamente. Sólo mis más cercanos veían lo que ni siquiera yo podía, que Alejandra seguía ahí.
Yo, una estudiante de Artes Visuales que pensaba que la imagen lo era todo, ahora debía enfrentarse a la vida sin ella. Lamentablemente la equivocada idea de que la apariencia era el santo reflejo de la realidad, no era sólo mía. Afloraba por donde anduviera. La percepción que los demás tenían de mí era tan poderosa, que ponía en cuestión mis otras capacidades. El simple hecho de salir a la calle y tratar de realizar actividades, me convertía en blanco de un paternalismo abrumador que me incapacitaba en todos los sentidos y me obligaba a vivir sólo de la buena voluntad del resto.
Después de mucho tiempo aprendí que las personas con discapacidad no tenemos un letrero por defecto que diga: inutilizado – necesito tu caridad. No necesitamos vivir de favores, o de un paternalismo que anule nuestra participación en la solución de los problemas. Por el contario requerimos herramientas que nos levanten y permitan sobreponernos e integrarnos al quehacer de la ciudad. Según he podido observar en estos años, la discapacidad es una condición dura de sobrellevar para la gran mayoría de las personas directamente implicadas y sus familias, por lo mismo he observado que vivirla a diario, prepara a las personas para resolver situaciones muy difíciles y frustrantes, sin embargo, las personas con discapacidad son muy fáciles de excluir. Basta con inmovilizarlas e inutilizarlas con detalles de construcción indiferentes a sus necesidades, o formas de relacionarse poco empáticas y excluyentes. Por eso creo que la protección que deben recibir es la que les asegure un acceso con igualdad de oportunidades. Para eso se hace necesario velar cuidadosamente por el respeto de sus derechos y por sobretodo entregar una educación a las nuevas generaciones, que esté libre de intolerancias y conceptos retrógrados. Las actitudes paternalistas aunque estén rodeadas de amabilidad, solo ayudan a establecer diferencias y solapados esquemas de superioridad e inferioridad que no deben regir nuestras vidas. El futuro debería ser el resultado de lo que construimos y no de lo que dejamos de hacer.