No tenía muy claro lo qué podía escribir. Intentaba pensar en algo que fuera de interés para aquellos que deambulan por la ciudad. Tenía que ser actual y práctico, pero justo eso no estaba a mi alcance. Yo no salgo, salvo a mi querida terapia con caballos. Hablo con pocas personas. No veo tv. No leo… en fin… Para hacerse una idea, la mayoría de las cosas que aíslan a alguien, conforman mi cotidianeidad. Sólo el aparato de radio y la red social de Facebook me recuerdan constantemente que existe un mundo más allá de mi nariz (Aunque debo aclarar que esto de haberme convertido en una solitaria araña de rincón, se debe a las circunstancias). Sin embargo, los recuerdos y experiencias de alguien que lleva tantos años usando silla de ruedas, no son irrelevantes a la hora de tocar temas como inclusión y accesibilidad, por lo que quiero compartirlos con ustedes, y espero que les sean de utilidad.
En mi primer tiempo en el hospital, estaba en un estado llamado síndrome de enclaustramiento. Completamente inmóvil como en coma, pero a diferencia de este, con mi conciencia bastante alerta. En ese entonces no se había diagnosticado mi infarto cerebral y menos mi posterior claustro. Oficialmente yo estaba en shock e inconsciente. Cuando por fin reconocieron mi estado, me trasladaron a otra sección y me presentaron por mi primer nombre que casi no uso. – Marta se comunica con los ojos, dijo la mujer que llevaba mi catre. A una chica de blanco pareció interesarle mi visita porque asomó su cabeza por encima de la mía y preguntó algo que no recuerdo. Mi respuesta era no, pero tenía el gran reto de parpadear dos veces para dejarlo en claro. Parece que usé casi toda mi fuerza en el primer parpadeo, porque el segundo se tardó más de la cuenta y mi espectadora se alejó diciendo… muy complicado… Demás está decir que su impaciencia me dejó un amargo sabor a frustración. Era la oportunidad para no tener miedo e incluirme en el vano acontecer de la habitación. No sentirme sola y distante. Distraerme. Pero no pudo ser y la perdí en dos palabras.
Entonces, no sabía que iba a sentirme así muchas veces y por múltiples motivos. Demasiado frecuentemente me quedaba la impresión de que las personas en su gran mayoría estaban dispuestas a aceptarme en su espacio, a ser amables, incluso a sonreírme, pero no a hacer un esfuerzo por incluirme. Por eso creo que en el fondo, la discapacidad, todavía se enfrenta como un infortunio que le sucedió a otro y que uno no provocó, así que no tiene ninguna obligación y que con ser gente y aportar sus pesos una vez al año, ya está dando más que suficiente. Yo creo que no, porque vivimos en juntos y la responsabilidad de crecer como humanidad está sobre nosotros. Se refleja en las cosas en las que invertimos nuestro tiempo, esfuerzo, dinero… en todo lo que hacemos. Cuando me topo con gente que procura edificar una ciudad que facilita tu acceso en todo sentido, dispuestas a escuchar y a actuar. Personas que no construyen rampas inservibles solo para aparentar cierta conciencia social, ni te sepultan en toneladas de burocracia cada vez que intentas mover un pie, me doy cuenta que estoy frente a alguien que realmente está comprometido con la idea de proyectar una sociedad mejor.
Mi mamá siempre dice: “Obras son amores, y no, buenas razones” y al menos yo, no me atrevería a contradecirla.