Ir de compras: Una odisea para sillas de ruedas.

Sin títuloAyer tuve que salir y nada menos que al centro de Santiago. Eso no suena trascendente ni siquiera para mí, pero tomando en cuenta que me he recluido en la tranquila casa de mis padres durante este largo periodo, resulta una experiencia por decir lo menos chocante; y cuando digo esto no sólo pienso en el esquivo transporte público que disuade de aventurarse a lo desconocido. Las calles sucias con olor a orina, impertinentes bocinazos de micros, gente yendo y viniendo, el olor a sudor que se estanca en las tiendas durante los días previos a navidad… en fin, un concentrado de lo que antes llamaba vida, también hacen lo suyo. Tal vez podría criticarme por permitir que este retiro en casa de mis queridos progenitores, me haya distanciado de la realidad diaria que deben soportar muchos chilenos, pero no lo hago. Creo que la falta de disposición de la ciudad para enfrentar una temática como la accesibilidad, ha sido la principal encargada de excluirme de sus avatares; y con esto no me refiero solamente a su indiferencia al no prodigar calles en buen estado, rampas, señalizaciones de tránsito inclusivas o un comercio respetuoso con las normativas de construcción, sino además a las facilidades necesarias para que alguien con limitaciones pueda decidir si quiere estudiar, trabajar y esforzarse para llevar a cabo sus proyectos.

Bueno, retomando mi pequeña odisea… Una vez hecho el trámite en pleno centro del Gran Santiago, pasamos a una farmacia a comprar. Mi mamá llevaba la silla de ruedas, cosa que resulta en extremo cansadora cuando hay que ir con la vista pegada al piso advirtiendo los baches que pueden trabar las ruedas, y al mismo tiempo con una vista panorámica que sugiera escoger una ruta alternativa, pues se vienen cruces de calle por los que no podremos pasar, ya que la ciudad no cuenta con lo necesario para el libre tránsito de personas con discapacidad (aquí pegaría la frase tan en boga sobre la necesidad de un mayor compromiso estatal).

Bien, estando frente a la farmacia nos topamos con un escalón muy alto. Mi mamá tuvo que inclinar la silla hacia atrás y levantar un peso que una mujer de 75 años, ya no debe hacer. Una vez que ella se acercó al mesón, tuve mis momentos a solas para pensar. Por más que analicé el incumplimiento del local a las normativas de construcción, no apareció un motivo que expiara su culpa. Era una de estas farmacias que se coludieron. No hace falta decir que nadan en plata, plata que nos robaron descaradamente, por cierto, plata con la que fácilmente se pueden hacer transformaciones básicas al lugar. Era penoso y claro el mensaje de que sus clientes no les importábamos. Sin embargo, la actitud displicente no me sorprendió. Todo cuadraba. ¿Por qué una empresa que robó descaradamente, iba a tener sensibilidad social o respeto por las leyes y normas de construcción?

Ya en casa, luego de unas cavilaciones ni tan profundas, me doy cuenta de que es iluso de mi parte hablar de – esas que se coludieron -, o en pasado como si ya no robaran. Quizás este asalto a mano armada sea una costumbre tan arraigada, que sí, hace falta con extrema urgencia un mayor compromiso estatal que impida que ocurran estas corruptas y vergonzosas situaciones.

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