Volviendo a prestar atención a mi trivial rutina carente de glamour rosa… toco mi piel para ver si estoy pegote. No lo estoy. La crema se ha secado. Entonces, alcanzo el bolso. En él, acarreo todo lo necesario para un baño perfecto. Y como a veces confío más en mi tacto, ya que la vista suele engañarme, opto por hurguetear buscando con los dedos. Reconozco el inconfundible envase del talco y lo agarro, no obstante, de inmediato titubeo. Imagino mis inmaculados calzones negros, con manchones blancos de polvo por todos lados. Me recuerdo, que estos debo ponérmelos antes de echar talco a los pies, y los coloco con cuidado entre ellos. Pero, esta vez debo ser más precisa que con la toalla. Idealmente cada uno tiene que caer en los espacios donde van las piernas. Parto repitiendo los mismos pasos que sigo para subirme a la toalla. Por fortuna, hay algo de movimiento en mi pie derecho. Muevo el tobillo y zigzagueo. Los dedos también cooperan y se arrastran cual lombrices, hasta encaramarse sobre su agujero. Habiendo logrado meter una de mis piernas, me animo con la otra. Como no se mueve, voy hacia ella y saltándome toda refinada técnica, pruebo muy a lo bruto de distintas maneras. Finalmente, voy lento, pasando la tela por debajo de cada uno de los dedos. Tirándola e imitando el carácter paciencioso y sin pretensiones de la lombriz. Luego, me encargo de la planta del pie. Sigo por el talón fingiendo cierta pericia, y me lleno de pena. Recuerdo.
Un día lejano, de esos en los que aún no hablaba, pero tenía suficiente potencia en los pulmones para llorar amargamente, reuní a mis hermanas y a mi mamá alrededor de la cama.
Si estas mujeres se pudieran clasificar, diría que cada una tenía una labor especial para conmigo. Me parece que Gabi, era la que se relacionaba más directamente con mis necesidades cotidianas. Nada de extraño. Su sangre fría y eficiencia, la hacían la enfermera perfecta. Fue ella la que aprendió muchos procedimientos médicos para que yo pudiera sobrevivir en casa. Entre estos, aspirar con una manguera muy delgada conectada a un motor, la saliva que no era capaz de tragar y se acumulaba en mi garganta. Ella, la que con estricta y organizada paciencia, sin desesperación que la detuviera, interpretaba los movimientos de mis ojos cada vez que lloraba.
– ¿Te duele algo?… parpadeé una vez diciendo un rotundo sí…
– ¿te duele la cabeza? Dos parpadeos, eran mi negativa.
– ¿el cuello? no
-¿Lo que te duele está en tu tronco? no…
¡Que bruta! Lamenté mucho haberme equivocado. Se podría decir que lo que me dolía sí estaba en mi tronco. Por supuesto que mi hermana siguió de largo nombrando cada parte de mi cuerpo y tuve que parpadear innecesariamente, con todo lo que me costaba.
Sin detectar el origen de mi mal, Gabi partió su interrogatorio de nuevo, con un poco más de profundidad. Luego de un rato se concentró en los órganos de mi tronco. Yo estaba muy atenta para que no me fuera a pasar lo mismo de antes.
– ¿Te duele el estómago? no
– ¿pecho? no
– ¿Corazón? Un único y seguro parpadeo aclaró la situación, pero aun así no quiso creerlo.
– ¿te duele el corazón?, repitió preocupada, esperando que repensara aquel sí. Seguidamente, miró mis ojos y su fisonomía cambió al escuchar la canción que sonaba en la radio.
– ¡Ah, te dio pena!, afirmó con aliviada alegría. Me abrazó.
Me sentí avergonzada de alarmarla por nada, pero no pude evitar llorar. Esa falta de control sobre mis lágrimas e incluso mi risa, trajo además de graciosas anécdotas, muchos sinsabores a mi vida. Suficientes para llegar a detestar estos ajenos, exagerados e inoportunos brotes de emocionalidad, impuestos a mi controlada y flemática forma de ser, profundamente huasa y algo esclava del qué dirán.
Después de veintiún años conviviendo con este desorden emocional que afortunadamente se ha ido reduciendo, he aprendido a controlarlo hasta cierto punto, sin embargo, sólo yo sé de esas lágrimas que mantengo a raya, cada vez que se me cae el cepillo del pelo al suelo y no lo alcanzo, o se me enredan los cables de los audífonos.
Me río al recordar un episodio que tuve hace años con mi sobrina. Se suponía que yo la cuidaba mientras ella veía una película de dibujos animados. Peter Pan. Comenzaba mostrando a los niños en su triste realidad. La guerra. En unos instantes mi mente viajó a la segunda guerra mundial y a lo terrible que debió haber sido estar atrapado entre tanta violencia e incertidumbre. Mis típicas lágrimas comenzaron a brotar, y a ellas le siguieron sollozos cada vez más escandalosos. La niña de cuatro años me dijo:
– Cállate que no escucho…Ya para, quédate tranquilita o te echo de la pieza.
Quiso darme risa el reconocer las palabras de mi hermana en su minúscula voz, pero finalmente ellas tuvieron el efecto contrario. Sentí lástima de mí misma al no poder controlarme, y los sollozos se convirtieron en un ataque de llanto que sólo pudo aplacarse con un largo rato a solas.
Aunque muchas veces esta peculiar liviandad emocional me hace reír, detesto que me deje desnuda y vulnerable en cualquier momento. Es una real desventaja tener emociones expuestas al vaivén de las circunstancias.
Los pensamientos se van, y poco a poco regresa el profundo rito del baño. Mi mente no deja de hablarme y hacer bromas. Incluso me insulta transformando mis lágrimas en rabia. Es la única forma que he encontrado para contrarrestar esa marea que sube por mi cuerpo y amenaza con desbordarse.
Justo a tiempo, mis calzones ya están donde deben.
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