Les conté que no leía, pero no vayan a pensar que es así de drástica mi realidad. Pasa que no tengo costumbre, ya que me es difícil y cansador, y a menos que haya un texto (breve) que pique suficiente mi curiosidad, trato de evitarlo.
El asunto es que estaba leyendo el post de Carolina, y me agradaba encontrar tanta similitud entre nuestras experiencias. Admito que me sentía acompañada como veterana de una guerra que nunca elegí. Bueno, mientras leía, recordaba cosas importantes y otras que nunca lo fueron, pero que no por eso carecen de significado.
Hace algunos años, fui a un auditorio de la municipalidad a ver una película que se exhibía para el grupo de personas con discapacidad que nos atendíamos ahí. La verdad es que no iba de buen ánimo porque andaba con todas las molestias de la menstruación encima. Era de esos días en que no quieres ver caras, pero vas porque ya te has comprometido para el evento, y eres responsable para cumplir con ciertas formalidades. Bien, continúo con mi relato… Antes de la proyección de la película, había una especie de ágape y se podía visitar una exhibición. Creo que era de Arte, pero no lo sé con certeza porque esta se llevaba a cabo en el entrepiso, y mi silla de ruedas no es un Transformer que suba escalones. Al baño tampoco fui pues los del auditorio estaban en el subterráneo. Cuando entramos a ver la película, noté que la planta baja estaba ocupada por una hilera de sillas de rueda, y sólo existía la posibilidad de subir por una escala lateral. Por supuesto no faltaron los buenos samaritanos que se levantaron a socorrerme. Traté de poner una sonrisa impecable, ya que ninguno de los ayudantes que me subió en andas, tenía la culpa de mi mal humor. Por dentro eso sí, mi corazón le gritaba al alcalde que si era cierto eso de que éramos tan iguales, por qué diablos no invertía en una maldita plataforma salva escaleras. – porque son caras, me contesté yo misma. – claro, si fuera para él, la compraría, pero como no somos tan, tan iguales, lo considera un lujo innecesario seguramente… me argumenté. Esa fue una de las tantas noches en que detesté mi discapacidad. Odié sentirme vapuleada por circunstancias insignificantes. Sin autonomía.
A raíz de esto creo que empecé a preocuparme por lo de la accesibilidad. Supe de alguien al que se le volcó su silla al bajar de un bus. Comencé a fijarme en los paraderos, y constaté que varios estaban en terreno inclinado, inclinados también. No se me ocurre cómo diablos esperaban que uno se detuviera ahí.
Un día curioseando por Google, me topé con una ley, y me enteré de que existían normas de construcción específicas para incluir a personas con discapacidad, a la vida cotidiana de la ciudad. Los grados de inclinación que debían tener las rampas. La altura de esto y aquello, etc. Casi me alegré al sentirme importante como todos, hasta que una seguidilla de preguntas y respuestas no muy doctas se me pasaron por la mente. Cosas que no se pueden escribir. Pero resumiendo… las normas de construcción no se respetaban por algún extraño motivo, y llegué a la triste conclusión de que muy en el fondo del corazón de los otros chilenos, no somos iguales, y no les angustia mayormente que no podamos tener acceso a un trabajo tan igual al del resto de los mortales, o a un café en la misma cafetería a la que solemos ir, porque si bien, creen que tenemos derechos, seguimos siendo los otros y sus problemas. Distinta sería la historia si existiera conciencia de que somos diferentes y únicos como individuos, pero también seres humanos preciosamente iguales.