Paso a paso. Cap 7

Mi mente trata de vagar, pero no la dejo. La necesito pendiente de mis trivialidades. Si bien, son cosas insignificantes que hago desde hace años y debería realizar sin prestar mayor atención, a menudo me sorprendo cerrando el bolso por inercia, sin recordar sí ya las hice o definitivamente me las salté. Tengo que revisar si me puse desodorante. Pasarme los dedos por las axilas; comprobar que salgan resbalosos y perfumados. Limpiarlos; tocarme las orejas, cerciorarme de que estén secas, etc… en fin… demasiados pasos extra por una distracción.

Con algo de negatividad, no sé por qué, repaso el resto de cosas que me hacen perder tiempo. Quizás es mi naturaleza algo tragediosa. Pienso en que estaría experta en tapar y destapar frascos si no fuera por mi vista. Me confunde y demora, pero en el fondo sé que exagero. No tengo apuro. Dejo mi ánimo lastimero que claramente no sirve ni me ayuda a ser más rápida, y trato de convencerme.

– vamos, un poco de complicación en la visión, no impide nada de peso en realidad.

Creo que estoy nerviosa y ansiosa por terminar.

 – Tranquila, tranquila, que estamos apuradas… me digo con suavidad mientras tomo mi bolso y saco el sostén. Es de esos sin broches. Muy práctico. Puedo sacármelo sola cada noche con toda facilidad. A cambio, no le hace ningún favor a mi silueta; ninguno. Asunto que acepto, porque la alternativa es ser aún más dependiente. De hecho, nada de la ropa que visto habitualmente me hace favores.  Hace años, no sé si por tener asumida mi condición, o por algo de frustración, regalé vestidos, pantalones estrechos y zapatos de tacón que colgaban ociosos en mi ropero. Lo hice fríamente, como si fuera mi absoluta decisión y no tuvieran nada que ver mis circunstancias. Cosa que no creo que sea tan así. En todo caso, una frivolidad algo vapuleada, no se puede decir que sea un golpe insuperable. Mi consuelo siempre ha sido tener claro que sólo soy, una de tantas.

En el segundo hospital en el que estuve internada, en el dormitorio de mujeres, había cuatro camas dispuestas una al lado de la otra, quedando paralelas entre sí, pero dejando espacio suficiente entre ellas para que el personal médico pudiera maniobrar. Cada una contaba con sus cortinas que sólo se cerraban cuando alguien necesitaba un procedimiento privado o había visitas. Las dos camas interiores cambiaban de paciente con frecuencia. Yo dormía en la primera cama al lado de la puerta. Entonces tenía 27 años y venía de otro hospital.  Hacía cerca de un mes que había sufrido un severo infarto cerebral y se supone que no podría volver a moverme ni un poco. Yo, no estaba preocupada porque nadie me lo había comunicado.

Cuando ponían mi cuerpo de lado, podía ver bien el perfil de Carmela. Me encantaba su cabello crespo y canoso. Nunca supe qué le pasaba. No lucía tan anciana como para usar silla de ruedas. Era silenciosa. La había visto con sus visitas. Hablaba despacio, con las pausas de los que ya no tienen apuro. Siempre tenía una sonrisa amable para mí.

A su lado está Celia, en silencio también. Desconsolada. Tiene cerca de veinte años. Víctima de un desafortunado accidente. Cayó desde un balcón. Ahora sólo puede mover desde sus brazos hacia arriba. Usa un corsé que la mantiene derecha cuando está sentada. Veo el peinado de cola de caballo en la parte alta de su cabeza castaña clara.

La sigue Marcela cerca de la ventana. Creo que tiene 42. No alcanzo a distinguirla, sin embargo, es la mujer con la que pasé más tiempo, y con quien inicié una poco usual amistad viéndonos poco y hablándonos de cuando en cuando a través de Loly. Marcela, ex lautarista que había estado un duro periodo en la cárcel (que ciertamente no había terminado, pues a pesar de haber vuelto a su casa por un largo rato, ahora esperaba una sentencia definitiva), tenía una bala alojada en su columna desde hace años. Había participado en un rescate fallido de otro lautarista durante la dictadura militar. Contaba con algunos títulos adjudicados por la prensa de aquel tiempo, que por cierto, distaban de ser nobiliarios; terrorista, la mujer metralleta, y otras cosas amenazantes, pero Marcela y sus tristezas de las que nunca me habló, era nuestra compañera de cuarto. Una de las cuatro sillas de ruedas de la habitación. Sus problemas cotidianos eran también los nuestros, y nuestras madres se encontraban en el pasillo casi a diario.

… Miro el anillo que brilla en mi mano… Antes de irse me lo regaló… Después de cumplir parte de su condena en el ala de prisioneros de otro hospital, recibió pena de extrañamiento. Prohibición de volver a entrar al país. Me pregunto qué será de ella…

Mientras tanto sigo con mi sostén… ya estoy una experta. No digo que no me cueste, pero tengo la absoluta seguridad de que va a quedar puesto.  Parto estirándolo sobre mis piernas para que quede la parte de adelante en contacto con ellas. Lo tomo con mi mano derecha por el centro, sólo por la parte de atrás, y lo coloco con sumo cuidado sobre mi cabeza cubierta por la toalla que me enrolla el pelo. Debo hacer que pase por ahí, hasta llegar al cuello. Avanzo centímetro a centímetro alrededor de mi cabeza, procurando estirar el sostén elástico y no rozar muy fuerte la toalla. A veces, esta se suelta y mis mechones negros caen tapándome la cara, obligándome a repetir el episodio de la toalla en el pelo. En fin, esta vez lo estoy escribiendo, y puedo elegir que llegue a mi cuello sin contratiempos. Ahora, meto la mano por el pecho y la subo hasta tocar el sostén, busco el orificio por donde va el brazo izquierdo y forcejeo sin ninguna técnica, hasta dejar el brazo estirado. Otra vez, me agobio. Pienso en que mi ducha más bien parece un maldito manual de instrucciones. De nuevo, me encuentro exagerada. Es decir, sí lo parece, pero no es importante, en verdad. Me animo. Colocarme el sostén al otro lado es realmente rápido. Ni siquiera tengo que mirar. Mi mano y dedos conocen de memoria los recovecos. Pasaron por muchas aventuras y traspiés para volverse hábiles.

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