Capítulo 3

alej1Ubico pacientemente la tercera toalla entre mis pies. La idea es ponerla debajo de ellos, pero es un trabajo difícil cuando las piernas permanecen casi inmóviles y se ponen rígidas ante cualquier esfuerzo. Sin embargo, por experiencia sé que lo que parece imposible, no siempre lo es. Así es que sin darle más vueltas, rodeo la pierna derecha con el brazo, y aunque sé de sobra que mi pretensión de elevar cosas por el aire no es muy efectiva, me recuerdo que esta vez sólo necesito despegar el pie del suelo y doblar la pierna hacia atrás, apenas unos míseros centímetros. No podría sonar más fácil. Nada que no haya hecho antes. Después de unos intentos fallidos, finalmente el pie cae sobre la toalla, creo que por cansancio. Ahora, miro mi otro pie. Parece tan lejos del resto del cuerpo que cansa antes de empezar. En actitud algo derrotista, pienso en las casi nulas y realistas probabilidades de hacer algo bueno con ella. Trato de levantarla y sólo logro ponerla tiesa apachurrándome el pie contra la muralla. Miro la ventana buscando distracción que vuelva a relajarla, pero antes de llegar, mis ojos se quedan pegados en el moretón del brazo. Todavía se ve feo. La semana pasada fuimos con una de mis hermanas, a probar mi silla de ruedas eléctrica. Queríamos saber si lograba dar vuelta a la manzana. Acaban de arreglar la calle donde está nuestra casa y esa era una buena excusa para asomar la nariz a la calle. Con satisfacción comprobé que esta quedó fantástica y transitable al cien por ciento. Lo que no me gustó para nada fue constatar que mi autonomía llegaba hasta el almacén donde se compra el pan. Pensé que mi cercano futuro era un asco, nada excitante como auguraba el horóscopo, pero me conformé. Después de todo, no es para tanto en un mundo lleno de cosas mejores y peores. Luego, tuve que bajar a la calle y seguir las instrucciones de mi hermana. Apegarme a la berma cuando vinieran autos, subir, bajar por donde no estuviera demasiado empinado, etc. Iba muy concentrada manejando el comando de mi silla y buscando una subida menos accidentada que no me atascara, cuando siento gritos de una pelea que provenía de una casa. Antes de ponerme nerviosa dije con voz decidida –  vámonos de aquí. Dejo mi lenta búsqueda de accesibilidad urbana y acelero por la calle hasta alcanzar la distancia necesaria para no escuchar las voces, pues entre otras cosas que me dejó mi infarto cerebral, está un jodido desorden emocional que evito poner a prueba en escenarios algo tensos…

Bien, la cuadra siguiente no presenta mayores problemas, salvo un par de hoyos y vereda algo dificultosa que requiere mi atención. Después toca una avenida por la que pasan muchos autos. O sí o sí, debo ir por la vereda. Mi sobrino y hermana esperan, por lo que apuro mi recorrido con algo de mala suerte. Choco con una moto estacionada casi al llegar a la esquina. Me entierro el manubrio en el brazo, pero sólo alcanzo a abrir la boca para quejarme, porque de inmediato veo que la moto se tambalea. Quedo completamente paralizada, sin siquiera respirar para no provocar algún movimiento extra que ocasione un negro desenlace. Casi imagino la tremenda moto en el suelo y a un tipo gritándome – ¡FÍJATE POR DONDE VAS, ESTÚPIDA! … Afortunadamente, moto, alma y sonrisa vuelven a su lugar.

alej2Podría justificarme diciendo que esos no son lugares para estacionar, o que el manubrio era del mismo color gris nada que la calzada y no lo vi, pero no. Sé que mi visión es confusa y apurar el paso no es algo que deba hacer cuando hay objetos delante de mí. Aunque me diga a mí misma que están lejos. Me operé ambos ojos, sin embargo, todavía conservo algo de estrabismo y otras cosas que me hacen algo torpe, aún cuando la calle sea suficientemente ancha.

Sin duda esto de ver confuso se reflejaba en mis ojos y tenía su efecto poco claro en las personas que me miraban. Nunca me los vi juntos porque sólo veía la mitad de mi rostro, pero tengo una idea. En la época del infarto recuerdo a mi hermana corriendo la mesa del tv de un extremo a otro del dormitorio. Mirándome confundida y preguntando intrigada, sin obtener respuesta – ¿para dónde estás mirando?

Supongo que en el hospital me veía ausente. Si bien las personas más cercanas se dirigían a mí, los doctores y examinadores no lo hacían. Le hablaban a los que llevaban mi camilla o silla de ruedas, así es que imagino lo extraviada que debo haberme visto. Una noche, desperté con un dolor en el brazo. No sé cómo había llegado a colocarse debajo de mi espalda. Bueno, ahora sí sé, tengo espasmos, pero entonces no. Esa noche bastó no ver a nadie cerca para ponerme tensa y llorar como Magdalena. Llegaron todas las chicas corriendo y rodearon mi cama con extrema preocupación. Una, ni siquiera se percató de que aún tenía el pucho humeando entre sus dedos. Mi llanto de alerta se detuvo mágicamente al verlas. Liberado mi brazo y habiéndose cerciorado de que no me sucedía nada de cuidado, una de las auxiliares asoma su cara frente a mi – weona nos asustaste. Después de haber sido un singular espécimen para el resto del personal médico, esta chica me trataba como su igual. Su reclamo me sonó a un abrazo de bienvenida al grupo…

Con algo de rabia por seguir siendo tan debilucha, apoyo el otro pie contra el suelo muy fuerte para equilibrarme, agacho el tronco y simplemente, bueno no tan simple tampoco, tomo la otra pierna a la altura del tobillo y la tiro con fuerza hacia el lado. Por supuesto mis exabruptos pocas veces resultan bien. Así es que recurro a mi paciencia que resuelve todo repitiendo paso a paso, una y otra vez… en fin, ya puedo secarme  los pies.

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