Capítulo 1

Mi cabeza se asoma por la cortina:
– YA DESOCUPÉ EL AGUA…

Estoy tiritando y no porque sea invierno. Un amigo dice que debo finalizar mi ducha, con un chorro de agua fría, ya que así se regula la temperatura corporal y en unos minutos te estabiliza. En todo caso, esa no fue la única información que me convenció, también los artículos que hablan acerca de sus beneficios a la piel y el cabello.

Alcanzo la toalla, pero ya he aprendido que si la tiro, todo lo que esté debajo cae al suelo y no lo puedo recoger. Entonces, es obvio que debo levantarla y traerla hacia mí con cuidado. Muy concentrada, pongo uno de sus extremos en mi boca y lo afirmo entre los dientes; el otro va en mi mano derecha. A continuación, doy un giro con el brazo pretendiendo que la toalla me cubra la espalda como si fuera una capa. Mi pequeño y utópico intento resulta… mucho peor de lo imaginado. Es lógico que un brazo sin fuerza y con sus músculos poco estirados, se doble con una toalla tan pesada. Lo intento tres veces más hasta que una parte de esta, se desliza por detrás de mi cabeza. Te tengo – pienso satisfecha. El resto es tironear y retorcerme un poco.

Mientras me seco, observo mi piel. En realidad no veo la tersura que esperaba. Recuerdo a Loly preguntando – ¿te depilo Alita? Ya pareces murciélago… Loly era la auxiliar de enfermería que me asistió durante el primer año. Ella era mis manos y mi voz, entonces.

En esa época había ingresado nuevamente al hospital para que me hicieran una operación que les iba a permitir movilizarme con mayor libertad y alimentarme fácilmente. Lo que tenía hasta ese momento era una conexión compleja que sólo me amarraba a la cama. Sondas que entraban por mi nariz y seguían por mi garganta…. Nada práctico en verdad. Explicado en términos ultra sencillos, la nueva cirugía pondría un simple tapón plástico cerca de mi ombligo, por el que inyectarían diariamente sopa… hasta que volviera a comer por mí misma si es que algún día sucedía.

El lugar era un dormitorio grande y de techo alto, un poco a maltraer diría yo. Estábamos en el ala no modernizada del hospital, pero no me desagradaba su envejecida apariencia. Creo que me recordaba la casa de la abuela, con espacio suficiente para sentir intimidad. Allí había cuatro camas y cuatro historias que ya no recuerdo. Quizás la de una desdichada y desconocida mujer a la que abrieron y cerraron de inmediato, pues el cáncer estaba ramificado por todos lados.

Una de esas largas mañanas en las que hay que matar las horas de alguna manera, Loly se puso a realizar la rutinaria y útil labor de siempre. Disimuladamente levantó parte de las frazadas de mi cama, tomó su pinza y con infinita paciencia fue sacando pelo por pelo de mis piernas.

Al lado de otras camas, había de esos voluntarios que ofrecen su compañía y oración a los enfermos en esos momentos más difíciles de la vida, por lo que el ambiente era silencioso y dotado de cierta ceremonia. Ese día tampoco faltó decir una plegaria por la joven postrada que era yo, que si bien no me caracterizo por ser religiosa, no me molesta que la gente exprese su fe sobre todo si es a mi favor. Por su parte a Loly tampoco le incomodaba pues ella sí es una mujer de fe y creía que yo necesitaba de todos los buenos deseos que pudieran existir. Sin embargo, nuestra espiritualidad se fue a pique cuando bendijeron las manos que tan abnegadamente me curaban en esos momentos.

Pero no solo estos voluntarios brindaban compañía. Recibía también la vista diaria de otra paciente. Era una muchacha muy delgada que arrastraba a su lado uno de esos pedestales metálicos con grandes frascos colgando. Era bonita pero con una palidez no tan sana, que junto con el camisón largo y su silueta huesuda la hacían ver como un fantasma. Solía tomar mi mano dulcemente y decirle a Loly con gran compasión, mientras me miraba – pobrecita, tan joven… No sabía que sus mismas palabras pasaban por mi cabeza cada vez que la divisaba tratando de engañar al tiempo con alguna distracción. Loly, aparte de cuidarme y ser mi fiel depiladora, era mi informante, cosa que no le costaba, ya que era alegre, amistosa, extrovertida y me hablaba todo el tiempo, aunque no le preguntara ni pudiera contestar. Por eso la historia de la delgada muchacha no me era desconocida. Estaba hospitalizada desde que una infección en su primer parto la había dejado sin parte del intestino, y los grandes frascos que colgaban de su pedestal, eran los nutrientes que su cuerpo necesitaba. Lamentablemente era preciso realizarle un trasplante que no se hacía en Chile, y mientras sobreviviera era considerada una paciente institucional. Su esposo e hija de cerca de dos años, con la que nunca vivió, acostumbraban visitarla.

Un día, estando ya en casa y viendo el noticiario por televisión, reconocí su sonrisa. La nota decía que harían el primer trasplante de intestino en el país. Ella aparecía caminando por los pasillos del hospital, dichosa como nunca la vi antes… Yo sabía por qué. Me alegró tanto verla… triunfante… Días más tarde pasaron las mismas imágenes por televisión, sin embargo, la noticia había cambiado. Ella había muerto de una infección durante los preparativos de su operación. La ironía de la vida me dejó sin saber cómo reaccionar. La frase que tanto me decían – ya pasó lo peor. Perdió todo fundamento. Lo lamenté por ella… y por mí… creo que nunca me había sentido tan sola.

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